Me viene hoy al recuerdo, en esta tarde sorda, víspera de tormenta prometida, que hace algún tiempo, por manos del demonio, se estropeó la mega-super-extra-ultra cafetera de la que disfrutamos en casa. Digo yo, que quizá más bien sería por los dedos pequeños y revoltosos de esos duendes que habitan en todas las casas, que el Sr. Don Satanás está seguro en otras tareas más importantes.
Cuando me despojaron tan sin previo aviso de la tecnología del café encapsulado, me quedé como alelada, sin al instante poder hacer uso de las neuronas que antes de que el artefacto se instalara en casa tenía. Lo primero que se me ocurrió fue recurrir a la italiana – la cafetera, se entiende–, pero no tuve mucha suerte. En esa época de revolución tecnológica en que la cafetera de los cartuchitos entró en la casa, también cedí en un momento de poca cordura a tener una placa de inducción por aquello del ahorro y el medioambiente, y llegado el momento comprobé con decepción que a la de la tierra de los Apeninos no había manera de calentarla con mi hornilla supermoderna.
A medida que el síndrome de abstinencia tecnológica agudizó mi mente, recordé que tengo un recipiente la mar de mono, pequeño y rojo, que yo diría que es una tetera, y que muchas veces y durante mucho tiempo ha servido como tal, y un desconchón en el culo del artefacto bien que lo atestigua. La saqué de lo profundo de una de las alacenas y me apresuré a ponerla en lo alto de la placa a ver si se efectuaba la conexión mágica, y… ¡sí! Como si también se hubiera producido la alquimia fantástica en mi diezmado cerebro, recordé ipso facto cómo se hacía un café de pucherete, y me dispuse sin perder tiempo a atracar a unas cápsulas a punta de cuchillo.
En cuanto tuve la pericia suficiente de apagar el fuego a tiempo para que las zurrapas no rebosaran la ahora cafeterita e inundaran toda la brillante y oscura superficie de la placa , el riquísimo aroma inundó la casa, y de golpe y porrazo me habitaron todas las tardes de café de la temprana adolescencia. Aquellas en las que el aroma del café se derramaba por las escaleras del bloque del piso desde el tercero o el cuarto hasta el bajo, llamando a cada puerta convocada, avisando de que ya era hora de que nos reuniéramos para la charla. El café no era más que la excusa, la deliciosa razón para compartir las confidencias de la sobremesa y forjar amistades de las que permanecen para siempre. Me acordé entonces de aquellos que conozco que lo llevan tatuado en la piel, y de los que lo beben como si fuera agua, y de que casi se puede hacer un tratado de cada personalidad según las maneras de tomarlo, y de pedirlo.
Y allí me quedé, disfrutando de mi riquísimo cafelito, pagando tributo a esa deliciosa pócima que obra el milagro de abrir los ojos y levantar grises y melancólicos espíritus.
En un alarde de entusiasmo, pensé en desafiar a los médicos y tomarme otro café solo por la tarde, e incluso en tirar la casa por la ventana: ese iría con dos de azúcar.