A menudo, en la diminuta esfera que supone nuestra burbuja de privilegios, olvidamos sin quererlo que estos constituyen algo fuera de lo corriente, y perdemos la perspectiva con respecto al resto del mundo. Incluso, malacostumbrados por el lapso de tiempo que pueda transcurrir entre lejanas tragedias, nos paseamos henchidos, tiranos, como si nada pudiese alterar el rumbo fijo de nuestro camino hacia ninguna parte. Solemos malgastar nuestro preciado tiempo metiéndole el dedo en el ojo al de al lado, o al de más allá, sin ni siquiera pararnos demasiado a mirar las consecuencias. Somos malos por vicio, por diversión o por desidia. Disfrutamos con nuestras batallas de a diario, sin que nos preocupe lo más mínimo la importancia que tenga respirar, o que el otro respire, llegado el momento.
En esta, como en otras contiendas, me ocupa la tristeza, la incomprensión y el desconsuelo. Se me arrasan los ojos de inmediato, se me instala el frío, el miedo, la terrible certeza de que hay pocas cosas comparables a la crueldad humana para con sus congéneres, sean niños, jóvenes o viejos. Y pienso en la devastadora situación que supone dejar tu hogar, perder a parte o a toda tu familia, suplantar tu cultura, salir huyendo, para, con suerte, poder preservar tu vida, esa que ya no será nunca jamás que fue, y en la que, en el mejor de los casos, solo te quedará una huella de regusto amargo para siempre: hay ojos a donde miras, y solo se ve la guerra.
Hay momentos en los que la vida pesa más de lo que acostumbra, y por diversas razones venimos a recordar la debilidad de nuestros huesos, que la vida es algo efímero, que depende en cierto modo del chasquido de unos dedos, que es terrible la deriva de los tiempos.
Sobre todo, si hago acopio de imágenes y sentimientos, hay un mantra que me habita en estos días sin remedio: a menudo, olvidamos la incontestable realidad de que somos pequeños, muy pequeños.