Hoy me van a permitir que comience imitando con descaro a mi querido amigo Marcos Martínez. Por si no lo saben, se lo digo yo: Marcos firma una columna de opinión para Radio Morón Cadena Ser que se emite los jueves muy de mañana, se repite justo antes del informativo del mediodía y se llama “Una de Cal y otra de Vizcaína”. Para hablar de la calidad, la sensatez, el humor y la retranca de “La Vizcaína” necesito una Lupa entera, que no descarto escribir en un futuro dado el mérito del espacio y la admiración que me suscita. Sin embargo, en esta ocasión voy solo a mencionarla como referencia para el comienzo de esta Lupa. En esta temporada, las vizcaínas dan comienzo siempre con un abrupto despertar del que escribe en mitad de la noche, y esta circunstancia ayuda al autor a reflexionar sobre las vicisitudes de este mundo peculiar en el que nos ha tocado vivir, y que Marcos conduce todas las veces con ingenio y acierto. Pues bien, eso exactamente es lo que me pasó a mí anoche: un abrupto despertar me llevó sin remedio a darle un par de vueltas al panorama.
Descansábamos plácidamente más allá de la una, cuando unos golpes y un pequeño estruendo en el balcón nos sobresaltó y nos hizo apearnos a prisa de la cama y correr a ver qué estaba ocurriendo. En principio no vi claramente nada, entre las legañas y el paso incierto del medio sonámbulo cuando llegué a asomarme a la ventana, solo escuché a media distancia una pequeña algarabía que achaqué acertadamente a los grupos que aún andarían celebrando alrededor del parque la noche de Halloween. Pero cuando rememorando el ruido busqué el origen entre las ramas del limonero o en los tiestos que tengo encima de la mesita del porche, no creyendo que un felino hubiera podido causar tal estropicio, oteé claramente que lo que había causado el sonido que nos había sacado del sueño eran unos impactos de huevos estrellados con fuerza contra la fachada de la casa. No pasaron ni treinta segundos cuando pude contemplar cómo paseaban por la calle, en dirección contraria a de donde antes provenían las voces, una pandilla de adolescentes, borrachos, con sus disfraces a cara descubierta, jactándose de sus hazañas.
Me veía yo ayer escribiendo La Lupa de esta semana hablando de que desgraciadamente otra vez este año pasamos Halloween en manga corta, y de los estragos que el cambio climático está causando en nuestra tierra y, mira por dónde, me han puesto otro hilo en bandeja.
La chica que me atendió amablemente por teléfono en la línea de la Policía Municipal era tan consciente como yo que llamaba, de que el aviso, para advertir que los chicos se desplazaban calle abajo seguramente con aviesas intenciones de seguir agrediendo la propiedad ajena, cuando no la pública que encontraran a su paso, era más bien inútil, y de que mi única intención era de naturaleza disuasoria, si es que eso existe en estos tiempos. Y entonces es cuando el espíritu reflexivo, que para eso era la noche de los difuntos, se me encarnó en tristeza, y en eso empleé mis desvelos buena parte de la noche. La tristeza que me supone que el abrazo a otras culturas y la apertura a otras formas de celebración no significa que se mezclen con las nuestras en armonía y que se disfrute de una diversidad enriquecedora, sino que, como desgraciadamente hemos vaciado de contenido y de razón las tradiciones, sirven de excusa para albergar cualesquiera otras frustraciones latentes. La desazón que se me instala pensando que los adolescentes encuentren divertido destrozar o mancillar lo ajeno porque sí, porque no entiendo la causa, si no es el desprecio desgraciado de no conocer el valor de las cosas que siempre han tenido.
Desgraciadamente, estos adolescentes a los que hemos criado sin que les falte de nada, sin que un “no” se haya interpuesto jamás en su camino, en aras de la felicidad ignorante y nociva de un consentimiento exacerbado, no tienen freno alguno en su deriva. Si alguien ajeno a sus familias osa afearles lo más mínimo tendrán que vérselas seriamente con sus padres, que lo mismo se ponen gallitos con el que se ha atrevido a reñirle a sus niños, que denuncian al perjudicado de sus desmanes.
No voy a ir más allá en la tristeza, voy a quedarme con el cabreo que me ha supuesto tener que ponerme a limpiar en lugar de disfrutar del día libre, y aún así, me doy con un canto en los dientes, que la oscura sombra de la multa por usar profusamente la manguera aún planea sobre la fachada. Al final, tampoco tiene más importancia, son solo un par de huevos, que dirían ellos.