Los que me conocen, ni siquiera me preguntan si sigo escribiendo, para cuándo el siguiente libro, o si voy a continuar con las Lupas; dan por hecho que algo siempre estoy cociendo. Ellos saben que, cuando me ausento de mis placeres literarios, es porque me arrasan tiempos convulsos. Esas vicisitudes que, a veces leves, y a veces no tanto, me roban el sosiego necesario para multiplicarme más y procurarme este regalo que para mí supone sentarme delante del ordenador para reflejar esa mirada al detalle que resbala sobre las realidades inciertas.
A menudo, las Lupas, las ideas y otros relatos me visitan mientras estoy en otras tareas, acelerada, y más de una vez tomo notas mientras cocino. Eso de ponerme a tantear el guiso y que te aborden las tramas, e incluso las frases con todas sus palabras completas, es todo uno. No es extraño que en la pizarra donde voy apuntando las faltas para la compra vayan proliferando palabras inconexas que luego se convierten en el germen de un artículo. Y sé de buena tinta que no soy yo la única, que hay otros a quienes también les pasa eso de cocinar con las manos mientras escribes con la mente (querido Marcos, cómo añoro sus columnas).
Sí, esas palabras sueltas, o esas frases fuera de contexto, habitan las paredes de mi cocina un tiempo, y más adelante, con suerte, esos esbozos son comentarios manuscritos en la libreta, y si los dioses lo quieren algún día tomarán ese cuerpo diverso que luego regalo.
Ahora, cuando aún septiembre solo amaga sus primeras luces y sus pocos frescos, hago propósito de enmienda a principio de temporada, y reconozco, que si bien es la vida la que me aparta a veces de mis mejores intenciones, también es cierto que todo tiene más sentido cuando me tomo el tiempo necesario para echar un vistazo de vez en cuando a través de mi lente particular, algo que tiene que ver, sin duda, con los inescrutables caminos de la cordura.