Dicen por ahí que no me mojo, que llegado el momento mis textos solo rasgan la superficie de las cosas, que cuando se necesita contundencia argumentativa, a mí, me escasean las palabras con peso. Me enorgullece en grado sumo que haya quien me lee, y que después de su lectura se plantee esos razonamientos. La persona lectora escasea, por desgracia, y no digamos ya los que son capaces de expresar un juicio crítico sobre lo que leen. Así que, de momento, vamos bien, no solo porque Las Lupas no caen siempre en el saco roto de arrancar un “me gusta” sin haber llegado si quiera a leer el segundo párrafo, sino que además de todos esos a los que doy las gracias porque me hacen llegar sus comentarios al What´sapp, y alguna vez incluso en Facebook , hay quien quiere más, y no se contenta con los adjetivos con los que yo acompaño a los hechos, sino que concluye que me falta fuerza a la luz de su criterio. Agradezco desde aquí de nuevo sigan haciendo comentarios aquellos que ya lo hacen y animo a los que no a que no se corten en expresar lo que les parezca.
En mi defensa diré, si se me permite, que nunca he tenido pelos en la lengua, que quien me conoce sabe que hablo claro, directamente y mirando a los ojos cuando tengo que hacerlo, y que no soy de las que rehúye conversaciones porque sí. Así que, si en los artículos no aparecen más palabras soeces, sepan, que es porque no quiero. No soy yo señoritinga que prefiera un ¡cáspita! a una buena palabrota en contexto coloquial, oral y privado, sobre todo cuando hay que canalizar un cabreo considerable, pero fíjense, que el medio escrito no me parece que sea el mejor vehículo para expresarse con tacos o groserías. Creo que existen variadas maneras en español de llamar a los malnacidos lo que son y a los que no tienen vergüenza también, pero asimismo pienso que la mayoría de las veces el insulto directo es innecesario – aún estoy cavilando si en La Lupa anterior no me excedí con lo de los “tontos” (que entrecomillé, como ahora también lo hago)–. Hay muchas otras vías para decir lo que se quiere sin recurrir a las ofensas personales, y se debería recordar siempre que se debe adaptar el lenguaje que uno usa conforme al canal, al mensaje y al contexto que se requiera. No es lo mismo dar un discurso que escribir un artículo para un periódico o la exaltación de una crítica con los amigos, unas cuantas copas mediante, y conste que no lo pongo como excusa.
Me desmarco, por tanto, de esa moda patria que le ha dado a algunos escribientes de un tiempo a esta parte, de utilizar palabras malsonantes, insultos, agravios y demás lenguaje obsceno para calificar a quienes desprecian por cualquier causa, que por otro lado es muy legítimo que lo hagan si les place, y también lo es que lo ejerzan de la manera que mejor les parezca dado su derecho a la libertad de expresión, aunque quizá alguna vez esta pueda entrar en conflicto con el honor de otro y este último le pueda denunciar.
Solo porque algún académico ilustre suelte un “hijodeputa” muy bien puesto o un “cabrones” con toda la contundencia, y dada su edad y su dominio de la situación y del lenguaje, le suene a gloria, coraje y redaños a todo el mundo, los demás eternos aprendices a juntaletras quizá no deberíamos tirarnos a la piscina del lenguaje barriobajero, malsonante , grosero y chabacano , puesto que en nosotros, al menos desde mi punto de vista, lo que deja al aire la proliferación de estos vocablos en nuestros textos no es más que una escasez considerable de recursos y una pereza intelectual de principio.
También se puede respirar hondo cinco veces antes de ponerse delante de la hoja en blanco, dicen que eso rebaja – científicamente probado – la tensión arterial, lo que no está probado es que suba algunos puntos la educación.