Hay ocasiones en la que me sorprendo mirando detenidamente a mis congéneres – del género humano, me refiero, no vayamos a empezar en el primer renglón con los problemas-, y me pregunto si no equivoqué la vocación y debería haberme dedicado al estudio y la observación científica. No iba a ser la primera vez que encuentro similitudes entre el grupo humano y una colmena o un hormiguero, sin embargo, he decir que los momentos en que estos pensamientos inundaron mi mente han durado poco, más que nada porque la conclusión de que ambas sociedades parecían mucho más civilizadas que la nuestra me daba un vértigo tremendo.
Recuerdo ahora una de las veces de ensimismada contemplación en un aeropuerto. Los aeropuertos son como vórtices de energía donde se concentra una buena parte de la caleidoscópica variedad humana junto con sus correspondientes variopintos comportamientos, así que son una fuente casi inagotable de anécdotas y escenarios, y dan mucho juego para mentes inquietas como la que suscribe. Vamos, que llevo más de una Lupa en localización tan prolífica.
Me encontraba en esta ocasión en un aeródromo alemán, de paso y en espera de conexión para casa, medio atolondrada por lo temprano de la hora y el consecuente despiste del cambio horario, que no era mucho, pero que con la edad me va afectando como si viajara cada vez a las antípodas. Entré en una cafetería de esas modernas, abiertas y de semi autoservicio, donde paseas por unas barras de acero una bandeja mínima y vas pidiendo lo que ves en los expositores, en vez de cogerlo tú mismo, de resultas que acabas con la bandejita llena de cajitas, vasos de cartón reciclado e imitaciones de cubiertos de capas de papel duro, haciendo equilibrios para llegar algún sitio con aspecto de mesa para poder beberte lo que no se ha derramado por el camino. Total, un café solo corto, que no era más de un sorbo, un antojo no habitual de una magdalena con fruta, – eso que siempre se ha llamado en inglés muffin pero que el personal parece haber descubierto ahora, y se les ha borrado para siempre el concepto magdalena de toda la vida-, y un zumo de naranja natural, por encima de quince euros. Europa.
Pues eso, que después del susto del precio consigo sentarme en un taburete altísimo, del que desde luego me podía olvidar de llegar con los pies al travesaño, tanto que la mejor postura para aquel sucedáneo de desayuno acabó siendo la postura del loto. Uno minutos más tarde, cuando ya había repasado la decoración minimalista y los delantales fashion de los dependientes, observo cómo, a pesar de que los precios no eran, como ya he dicho, precisamente populares, la clientela se levanta cuando ha terminado y dócilmente recoge su bandeja y deposita diligentemente los restos de su comida en los contenedores identificados con los colores correspondientes. Y no, no era esta cafetería el ejemplo de un burguerkin cualquiera en la que los clientes a fuerza de desencanto y mala educación van dejando sus despojos como en pocilga ajena, no, esta era un ejemplo de limpieza y orden, que, para eso, por muy extranjeros que pudiéramos ser los usuarios, estábamos en Alemania.
Sin embargo, no fue el hecho de que los clientes, en colectivo, olvidaran la necesaria consecuencia de que seguramente se incrementarían los puestos de trabajo si los consumidores no ayudaran a abaratar costes haciendo las tareas correspondientes al servicio – sí, vaya la confesión de que soy una de esas personas que todavía, si puede, no escoge gasolineras de autoservicio, llámenme elitista si quieren- , sino que en realidad lo que me dio pavor en un momento determinado era con qué sumisión, parsimonia e impasividad, todos los allí presentes tenían asimilado el concepto, y tranquilamente encarnaban su papel de dóciles ovejas educadas para el mejor funcionamiento del consumo. Así, no hay revolución que venga.
Cuando me bajé del taburete sin descalabrarme, y conseguí ajustarme la mochila de más de diez kilos que debía transportar necesariamente, cogí la bolsa de papel con el regalito que había comprado para la sonrisa más bonita del mundo, agarré el móvil y me ajusté el mini bolso donde llevaba el billete y el pasaporte, no me quedaron ánimos para empinarme, coger la bandeja y tratar de volver a hacer equilibrios entre la gente hasta llegar a las tres papeleras de colores. Considérenlo mi último acto de rebeldía.