La primera que vi fue a la del pijama. Sí, he intentado por todos los medios acostumbrarme a esa moda según la cual las mujeres ahora salimos a la calle con lo que hace años nos habríamos puesto solo para dormir, o para remolonear un poco en casa un domingo mientras se desayunaba, pero no ha habido manera. Ya no digo una combinación, como de hecho hay más de un vestidito de noche fresquito…digo ya un traje de pantalón pijamero de tejido de aparente satén, con su chaquetilla estampada de flores a juego, cual tapizado de aquellos sofás de nuestra infancia, y debajo un top de encaje que hay quien se pondría de sujetador para los días más festivos. Resuelvo que la edad cumplida no me da para más, y a nada que aparece alguien así vestida por la puerta de un bar no puedo evitar que pensar que va en pijama.
A la siguiente casi no la vi, embelesada como estaba yo dándole vueltas a mi intolerancia al pijama para salir a tomar copas. A posteriori, escrutándola, no tenía nada especial, salvo que parecía no haberse peinado en un par de días, menos mal que yo no tengo melena y si sigo esa moda no se notaría nada. A pesar de este cuadro esperanzador, la prota era la otra, la del perro.
Llevaba la señorita en brazos, acurrucado cual bebé, un perrito de esos que al personal le gusta ponerle lacitos en la cabeza, un Yorkshire Terrier, creo, por lo que pude ver de lejos y lo poco que me dan los conocimientos de razas de perro; podría haber sido también un Pomerania. La cosa es que era de esos perritos pequeños y adorables que el personal trata como a auténticos niños mimados y que los lleva consigo a todas partes.
Se dirigieron directamente a la barra, y en su afán de acercarse suficiente para que el camarero las oyera, el perrito quedó prácticamente posado encima del mostrador. Los ojos del camarero inmediatamente se salieron de sus órbitas, pero el chico supo mantener la calma por el momento. Le achacaba yo el gesto sólo al hecho de que el animalito posara sus pelitos donde otros ponen la comida. Pidieron sus bebidas, y fue solo después de servidas, cuando la dueña le preguntó si había algún problema en que el perro permaneciera junto a ella dentro del establecimiento -que tenía terraza, pero el día no estaba para frescos-, a lo que además añadió que no venía ningún signo en la puerta de “perros no”. El chaval, manteniéndose claramente a una distancia prudencial del perrito y su dueña, le dijo, con toda la paciencia que Dios le ha dado, que para ser camarero en estos tiempos que corren hay que tener un buen puñado: “Mientras no se acerque a mí, lo que usted quiera. Le tengo fobia a los perros”. Y lo dijo con convencimiento, como si al decir perro dijera dragón de siete metros que echa fuego por la boca.
Después de eso las tres mozas se desplazaron alegres hacia una mesa del establecimiento, no sin cierta condescendencia hacia el pobre camarero, – que por cierto le encargó a una amable compañera que se ocupara de esa mesa el resto de la noche-, y continuaron su velada haciéndole carantoñas a la criatura y pasándosela de brazo en brazo de vez en cuando. Desde luego que el perrito era una ricura considerable, que cabía debajo del brazo perfectamente, y que no suponía amenaza real para nadie que no fuera algún desafortunado enganche con un colmillo minúsculo, en el caso de que, por alguna razón extraña, concentrase su mal humor en la mano desalmada que le pudiera estar chinchando. No es que estuviera dando ninguna señal de que fuera a coger un berrinche, pero para mí que, en los perros, como en las personas, tiene que haber de todo: malajes y simpáticos.
Aún así, y reconociendo que gracias a Dios hemos avanzado bastante en conciencia y legislación con respecto al cuidado que debemos tener de nuestros animales domésticos, pediría que los enamorados dueños de estos hicieran asimismo un esfuerzo de tolerancia para con el resto del mundo, aquellos que somos menos inteligentes y civilizados que ellos, que incluso podemos tener alguna fobia, justificada o no, a estar cerca de perritos adorables.