Tenía mi suegro en su casa un cuadro al que todos llamaban el cuadro de “los tontos del pueblo”. Desde él se asomaban sucesivas fotos en blanco y negro, y alguna también en sepia, de aquellos que fueron reconocidos con tamaña distinción en otros tiempos no tan eruditos como los corrientes. Allí estaba El Siguerín, Carlillo “El Cojo”, Rosarillo “de los molletes”, Currito “El Ciego”, Manolito “el de la Zalea”, Percalino, Paquillo Mechero, Ibáñez “El Maremoto “, Siviri, y así hasta los veinte que conformaban el elenco especial en honor a la “tontura”. Mi suegro no tenía la exclusiva de la antología, si tienen ustedes una edad, sabrán que colgado de las paredes del Bar Alemán, hubo también una recopilación parecida, sino exacta, de las fotos de estos personajes, por lo que imagino que quizá aún haya más en algún rincón de una casa, o en un bar con regusto a los de antes.
Eran distintos los días, y para tener un sitio en aquella colección de parabienes intelectuales, según mi visión sesgada por el paso del tiempo, parece que no tenía mucho que ver, seguramente, aunque en ocasiones que desconozco puede que coincidiera, el número de neuronas en burbujeante actividad que tuvieran los susodichos, sino que más bien apuesto a que solo había que ser marginado, pobre, y salirse un poco del tiesto, que es lo mismo que decir ser un desgraciado de libro. Podemos suponer que las costumbres ortodoxas las dictaban los poderosos del momento, que, aunque fueran otros años, no creo que para eso fueran tan distintos, así que las criaturas acabaron conformando el grupo laureado con la reputada distinción de tontos, eso sí, del pueblo, e imagino que quien los clasificó les supondría orgullosos de ser considerados de tal manera y que su imagen se recogiera en fotografías que los catapultaría al estrellato eterno. Las gracias de otros tiempos.
Con tanta revolución temporal y tanto progreso, no es extraño que estemos inclinados a pensar que en nuestros días no sería nada fácil recopilar un repertorio que pudiera ajustarse a las características del título. Que no encontraríamos ahora más que una o dos fotos de criaturas indefensas a las que pudiéramos impunemente clasificar como animales de circo. Aunque, si nos ceñimos estrictamente al adjetivo, me parece que tal cosa está bastante alejada de la realidad, dado que, como cualquier otro pueblo o ciudad que se precie, no nos falta un “tonto” por esquina.
Pero no se engañen, ser de pueblo y a mucha honra -por mi parte al menos- implica precisamente saber de dónde es uno y cuáles son sus ventajas e inconvenientes, y que serlo no implica ser menos que nadie que origen más urbanita, pero tampoco más.
Se suceden a menudo en nuestro querido universo moronita (gracias D. Marcos Martínez por haber creado esa impagable y genial denominación de Reino de Moronia) esas dos polaridades: aquellos que defienden a capa y espada que Morón es lo mejor del mundo, sin a lo mejor ni haber catado las vicisitudes de habitar en otros pagos, y aquellos otros que, quizá por un acomplejado sentimiento de inferioridad, se pasan la vida arrastrando lo propio por el suelo más inmundo, cuando no imitando con fervor las costumbres capitalinas, ya sean religiosas o paganas, o predicando a voz en grito que “aquí no hay ná”, (reconozco que estos tienen para una Lupa entera ellos solos) y apoyando con su presencia en otro sitio , cualquier evento o negocio que aquí antes hubo, pero ya no, por falta de afluencia de público o clientes.
Visto así, y si nos dedicáramos, podríamos sacar un cuadrito de esos como el que tenía mi suegro casi por temporada, aunque solo hiciera honor al nombre.