Hace algunos años, el marco de los apelativos locales hasta donde llegaba mi conocimiento, se limitaba al uso generalizado que hacían, y por supuesto siguen haciendo, en Cádiz, y bastante parte de su provincia, del “Pisha” para todo lo que les viene bien. También era consciente del “Chacho” que es típico de los extremeños, pero poca cosa más. Sabía yo que en Sevilla había cierto resquemor, cierta cosilla que les empujaba a través de los tiempos a encontrar su apelativo idiosincrático, y después de algunos intentos malogrados, por fin consiguieron su objetivo: ahora Sevilla es la tierra de los “Miarma” y no creo que pueda ya arreglarse de ninguna manera.
Se suponía que con esto ya se había empatado, o al menos se había intentado, porque ustedes me perdonaran, pero “Pisha, no todo er mundo puede ser Cai”, y no hay manera humana de que se puedan comparar los usos y costumbres, y pretender llegar más lejos en algo que tenga que ver con el gracejo cultural espontáneo de los de La tacita de plata. Sin embargo, lejos de estar contentos con este logro de tener ya nuestra palabreja que nos defina, nos sirva de bandera – dada la alergia que les tenemos por estos pagos- y nos etiquete convenientemente, hemos evolucionado a la versión 2.0, y digo hemos, porque doy por supuesto que el fenómeno no se limita al entorno local del reino de Moronia, que hoy en día todo es imitación y las redes sociales reproducen comportamientos como si fuera por esporas.
En nuestro pueblo escogimos, al principio de este fenómeno, la vertiente cariñosa. Se ve que el acervo colectivo se había cansado de eso ya tan antiguo de “Los de Morón como son, son”, que siempre había denotado cierta aspereza de carácter, y nos había llegado la hora de reivindicar la dulzura y la delicadeza: el apelativo “Mía” o “Mío” empezó a proliferar como los hongos al final de cada frase, según se tenga interlocutor femenino o masculino, y a día de hoy no hay dependiente o viandante que se precie que no adorne sus peticiones o informaciones con la susodicha coletilla. Desconozco, fuera de eso que he comentado antes de que se pretende transmitir dulzura, cercanía, o si me apelan familiaridad, cuál es el motivo intrínseco del uso de la palabra, o si el hablante espera que se recepcione con el agrado de una respuesta acorde, hasta ahí no he llegado en el análisis, ni en la destreza social.
Recuerdo que recogí con estupor la iniciativa, yo, que soy de principio distante y no me como a nadie a besos hasta que no es la situación pertinente y por supuesto personal, no he visto nunca con buenos ojos las excesivas confianzas no buscadas en situaciones fuera del ámbito amistoso y familiar. La primera vez que en una conversación estrictamente profesional mi interlocutor al teléfono mi espetó un “claro que sí, mía”, “hasta luego mía “, estuve a punto de preguntarle de cuándo él ostentaba una posesión sobre mí, o se veía en la capacidad de confianza de llamarme así, ya que se podían contar con los dedos de una mano las veces que nos habíamos visto, y solo desde lejos, y habíamos hablado solo en contextos formales. Ilusa de mí, creía que era algo puntual y pasajero, que se trataba solo de esa persona, que había adoptado con fruición el apelativo cariñoso en otro escenario de manera equivocada. Pero no, la equivocada era yo, y en poco tiempo me encontraba lo mismo en la panadería, en la pescadería, que en el bar, abrumada por tanto cariño en forma de posesivo de parte de gente que no había visto en mi vida o con las que no tenía ninguna relación personal.
Y hasta hoy. Los “míos” y “mías” nos pueblan por doquier, a mansalva invasiva y sin ninguna intención de extinguirse, y hay incluso quien los reivindica como autóctono distintivo, y se enorgullece. Vale, pues bien. No voy a ser yo quien le ponga puertas al campo y quien pretenda frenar los impulsos cariñosos de una buena parte de la población bienintencionada, aunque aún me visite el repelús de la incomodidad cuando alguien a quien no conozco de nada me posea verbalmente, aunque sea un instante.
Sin embargo, nada de esto transcendería más allá de mi capacidad – cada vez menor o más lenta por aquello de la edad- de adaptación, si ese “Mía”, no estuviera evolucionando, o quizá debería decir mejor, involucionando, a otros derroteros apelativos. Se me quedó el cuerpo helado, y ojiplático hasta el carnet de identidad, cuando la semana pasada, pidiendo el desayuno en una conocida cafetería, la camarera, después de haberme regalado un par de “mías” al entregarme primero el café y después el zumo, se ve que había agotado sus recursos de vocabulario, y para agasajarme aún más, me dijo al darme la tostada sin ningún resquemor : “Toma, Chochi”, como si lleváramos casadas toda la vida, o como si yo no le llevara más de una veintena de años ( que eso de “Chochi” quedaba antes para la niñas pavas ), sin tener en cuenta, claro, mi condición de clienta. Y tan a gusto. Estoy segura de que hay a quien le hubiera gustado poder tener una foto de la reacción de mi cara en tan delicado momento. Llámenme antigua si quieren, no pasa nada.