Enfilaba ayer la carretera para Sevilla, dejando atrás Morón, y mientras atravesaba una de las innumerables y asfaltadas venas del ancho cuerpo de una madre, me despedía de la otra (madre) hasta la próxima visita. Pensaba en la una y en la otra. Pensaba en las dos…
Sin perder la concentración al volante, saludaba la alegría que contagian los girasoles en esta época del año, pero, en mis adentros, una sensación agridulce me acompañaba como colega de viaje. El día anterior, una de mis madres fue mirada por todos los ojos del país. Su alma de tierra labrada, su piel serrana, sus cabellos de olivo y su fragancia de sal marina vieron como muchísimas de sus hijas e hijos decidieron -en esta ocasión- no seguir la estela de la ilusión contagiada entre sus hermanos franceses o colombianos, y apostaron por la elección de propuestas mandatorias que, en paralelo, dejan atrás lo público y equitativo de sus ambulatorios, de sus hospitales, de sus colegios, de sus fiscalidades o de las posibilidades de desarrollo de las gentes de sus barrios. La ecuación tirita. Algunos girasoles parecían tristes.
Pero, mientras el coche avanzaba, percibí que otros (girasoles) resistían fuertes, sonrientes, utópicos, positivos, como esa otra madre que, a pesar de los años y de los salvajes dolores -y de la diabetes y de los problemas de estómago y de los mareos y del trabajo incesante y de los ratitos de soledad y de ver la vida pasar y a pesar de todos los pesares-, jamás deja de reír con su nieta, ni de enseñar y aprender con ella, ni de jugar, ni de entendernos como solo nos conoce una mare, ni de criar a todos los hijos de todos sus hijos, ni de echarse el mundo a las maltrechas espaldas y demostrar que hay generosidades y bondades que son tan grandes, poderosas y emotivas como esos imposibles que, aun siéndolos, siguen adelante.
Mi madre Andalucía y mi madre de sangre y entrañas. La una intentando reencontrarse entre vendas, focos medio rotos y árboles puestos para tapar el bosque. La otra demostrando día a día, con humildad silenciosa, cuánto se puede llegar a querer y admirar a un ser humano. A una la siento y la veo segundo a segundo; a la otra la siento cada segundo y la veo cada semana. Ambas me duelen, a ambas las amo. Una madre y otra madre. Dos que son una, como el mar de girasoles, que al unísono cae entristecido y al unísono resurge eufórico. El dolor y el (volver a) levantarse a pesar del dolor. La luz arrebatada y la luz que, sin duda, volverá. La vida: las madres.