La importancia de la colectividad. He ahí la razón de ser de esta trilogía que ayer fue expuesta en su segunda parte y cuyo texto motivacional fue publicado hace ahora casi un mes, bajo la firma de Antonio R. Ramírez Albarreal. Hoy concluimos, y lo hacemos con varios casos más de lucha colectiva que, en el pasado o en el presente, dieron sus frutos, insuflando optimismo, esperanza y ganas a quienes a veces dudan si seguir adelante o no, y a quienes en ocasiones tienen que enfrentar todo tipo de ataques contra el valor de estas acciones, las cuales, sin duda, nos mejoran como sociedad y nos empoderan cuando se persigue lo que se desea. Así pues, siguiendo el hilo de las situaciones cercanas explicadas ayer, vamos con más ejemplos:
Todas aquellas estructuras -humildes, muchas veces, y con escasos recursos- que desde hace años ofrecen alternativas a los chavales de los barrios más olvidados de Huelva (algo bien conocido, precisamente, por el compañero Antonio Ramón); las expresiones artísticas de vocación integradora que conforman el llamado Artivismo, divulgado por Rosario Maldonado en un excelente trabajo de hace pocos años; las miles de personas que la semana pasada llenaron plazas de diferentes localidades españolas para solidarizarse con la muerte y las agresiones sufridas por personas migrantes en Melilla, y para exigir que se depuren responsabilidades; los recientes logros de las kellys (camareras de piso) en todo el país; la oposición que los planes de privatización del sistema sanitario en la CAM y en otros lugares está encontrando en organizaciones del sector (médicos/as, enfermeras/os, profesionales de la Atención Primaria, equipos de limpieza, etc.) que periódicamente salen a las calles para visibilizar sus reivindicaciones; la histórica lucha que durante décadas llevaron a cabo -y que, de hecho, ganaron- los vecinos y vecinas de Orcasitas, en Madrid…
Seguimos: la unión de la clase obrera que tantas veces ha tenido que defenderse en la Bahía de Cádiz; las organizaciones de jubilados que, por mucho que sean relegados a la indiferencia por parte de los medios comunicación de masas, continúan saliendo cada mes para pedir el blindaje de unas pensiones justas y no privatizadas; toda esa gente valiente y comprometida que ha salvado a familias enteras de ser desahuciadas de sus casas y quedarse en la calle; quienes, desafiando la represión, se opusieron a la dictadura en este país, reclamando la vuelta de la democracia…
¿Les sigue pareciendo poco? Tanda, esta internacional: los logros derivados de la unión del pueblo chileno en los últimos lustros; la incansable tarea que durante años ha hecho pervivir la dignidad y las ansias de paz entre el campesinado y las familias de los núcleos rurales de Colombia, resistiendo, a base de ayuda mutua, las campañas de terror institucional y paramilitar que por décadas asolaron el país; el avance de los derechos civiles y la caída del apartheid en Sudáfrica; la lucha de los mineros en Reino Unido en los años 70 y 80; la de los trabajadores de la industria en diversos puntos de España; la de quienes conciencian sobre la necesidad de sistemas fiscales progresivos mediante los cuales las grandes empresas y fortunas contribuyan más equitativamente con el resto (la mayoría) de la población; los muchísimos grupos y colectivos de todo tipo que, desde hace décadas, conciencian acerca de las trágicas consecuencias que en el mundo entero conllevan las organizaciones militaristas y el negocio de las armas de guerra…
Y una ristra más: los grupos que, en la ciudad de San Francisco (EEUU), alertan de las prácticas empresariales que, por ejemplo en el sector del reparto de comida, reducen sus plantillas para invertir el dinero de sus salarios en adquirir modernos robots y drones (mucho más barato que tener a asalariados) que se encargan de dichos repartos y que, desde luego, ni protestarán ni se sindicarán ni verán sus derechos laborales precarizados o vulnerados (“¡es el mercado, el money, o como quieras llamarlo, estúpido amigo”!); y por seguir en Estados Unidos, las crecientes asociaciones que no dejan de ejercer presión para lograr mejoras como: proteger los derechos de la población nativa americana; defender los pequeños núcleos rurales de las franquicias que esquilman sus tierras para explotar los recursos naturales; conseguir que las leyes constitucionales avancen hacia una mayor pluralidad religiosa o democrática de representación ciudadana/política (ejemplo: Occupy Wall Street); cada vez más potentes grupos de jóvenes luchando por que se aprueben medidas legislativas que protejan la salud medioambiental del planeta; la nueva ola de movimientos sindicales y laborales -algo de enorme valor, tratándose de dicho país-; las muchas asociaciones ciudadanas y de abogados que se están reorganizando para volver a garantizar cuanto antes que todas las mujeres puedan ejercer el derecho al aborto; y así, otras muchas acciones -unas más famosas, otras, anónimas- tanto en EEUU (muy recomendable seguir a autores como Silvia Federici, Howard Zinn, Noam Chomsky, Chris Hedges, Michael Moore, Joe Sacco, etc.) como en el resto del orbe.
Por cierto, ¡cuanto más colectivas fueron/son/sean esas luchas, mayores fueron/son/serán los logros!, de ahí la importancia de no dejar que las luchas de grupos concretos supongan la fragmentación con otras que pueden resultar igual de necesarias para ayudar a alcanzar la meta común (construir sociedades más equilibradas y justas), por mucho que a veces nos desesperemos e incluso seamos alienados (genial el documental El siglo del Yo -enlace del capítulo 1, de los cuatro que lo componen-, de Adam Curtis), o por mucho que en otras ocasiones los Estados policiales/militarizados hoy predominantes repriman los legítimos derechos a expresarse, a denunciar o a manifestarse, como hemos visto esta semana en Sevilla con un vecino moronense de la Plataforma Barrios Hartos, en un acto de protesta contra los abusos tarifarios de una gran empresa de las eléctricas.
Llegados a este punto, intuyo que, posiblemente, ninguno de todos estos ejemplos bastará para demostrar (a los ojos de algunos) que la mirada comunitaria es, no solamente más bella, sino más potente y efectiva que la emprendida por separado. Pero no por ello hemos de dejar que nos invada el desánimo. La maquinaria de ataque contra la colectividad nunca desistirá (muchas veces desde dentro de las propias organizaciones, intentando dinamitar con el: ‘divide y vencerás’, el arte de la dispersión, como bien divulga el libro La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, de Daniel Bernabé, editorial A Fondo), todo sea por mantener la supremacía del individualismo; y por preponderar la acumulación de beneficios ante las necesidades de las personas; y por imponer esa ‘libertad’ que, en realidad, solo lo es para que los más fuertes puedan aplastar libremente a los más vulnerables (y que, encima, estos se peleen entre sí); y por enterrar la con(s)ciencia de clase/grupo; y por salvaguardar la verticalidad de los Estados ante alternativas democráticas más horizontales; y por insertar en nuestras mentes que “mientras a ti te vaya bien, sobre todo en cuanto a dinero, olvídate de los demás”; y por sostener una estructura que posibilite la situación privilegiada e inmune de unos pocos a costa de la precariedad y el falso bienestar de la mayoría… Con tal de defender todo ello, los ataques y los bulos contra la colectividad jamás desistirán. Pero contra esa maquinaria, siempre existirán argumentos y ejemplos reales acerca de por qué la mentalidad colectiva es, ante todo, más HUMANA que la individualista.
¿Que no? Prueben. Si tienen algo que proponer, celebrar, reclamar, denunciar, o si se les presenta un problema concreto, prueben a resolverlo solos, por su cuenta, y prueben también a hacerlo en comunidad, pidiendo ayuda. Diríjanse a una plataforma, a un sindicato, a una cooperativa, a una asociación vecinal, a un colegio o centro de salud públicos, a una tertulia cultural, a una peña, a un ateneo, a una organización pacifista o pro derechos humanos… Nada de eso les robará su identidad ni su libertad individual, se lo aseguro (menuda tontería). Al contrario, encontrarán voluntad de ser ayudados, su aportación sumará al grupo y este será (y se hará) más fuerte y efectivo, más grande, podrá presionar y conseguir más cosas, llegará más lejos. Florecerán y se fortalecerán las relaciones humanas. Y, en cualquier caso, el camino es lo que cuenta.
Posdata: Sé que muchas de las personas que lean este texto no estarán de acuerdo con algunos de los ejemplos de lucha colectiva aquí plasmados, del mismo modo que otros podrán no estar a favor de lo conseguido por otras iniciativas colectivas no citadas. Pero no importa, no es eso en lo que se centra esta reflexión escrita: la cuestión es que, por supuesto que la unión de voluntades sirve.
Conclusión: En realidad, es fácil de entender. Basta con disponer de un segundito de calma (eso que hoy nos cuesta tanto encontrar) y mirar un poco más a nuestros adentros, a nuestro interior, a nuestras vivencias. Seguro que, en la mayoría de los casos, no nos identificamos con el marrullero que pone trabas a sus iguales (y, por supuesto, tampoco con el poderoso que se ríe del de abajo); al contrario, estoy seguro de que nos sentimos más empoderados cuando somos capaces de dar la mano a quienes caminan a nuestro lado, arrimando el hombro y luchando por objetivos comunes. Se llama empatía (ponerse en la piel del otro/a, entender sus circunstancias y, llegado el caso, incluso si no nos afecta directamente, actuar y colaborar). Se llama ayudarnos. Se llama no ser egoístas ni carroñeros. Se llama no caer en el engaño de las falsas banderas de la ‘libertad’ -esas que son empuñadas para excluir, segregar y pisotear al débil, o para perjudicar al colectivo-. Se llama convivir y mirar por el bien común. En definitiva, se llama (y quedó muy claro en el artículo de Antonio R. Ramírez Albarreal del pasado 7 de junio) la alegría y el valor de la colectividad.