Salir de la vorágine (o de la rutina, que es otro tipo de vorágine) un día a la semana, decir “adiós” (“hasta luego”, seamos sinceros) al estrés, mandar al carajo la egregia superficialidad y el ‘tener que’, desquitarse de los demonios, de las mil voces, del baile de monos alocados intratesta…
Comprobar cómo, a medida que el sendero de una hora es recorrido, se reduce el nivel de ansiedad; mirar que la mano va dejando de tiritar, sentir que las sienes galopan más despacio y el corazón más tranquilo…
Observar la verde (y blanca; concretamente, blanco -enfermizo- calizo) Sierra al fondo de cuanto tus ojos alcanzan a ver, dejar atrás el Arahal hermano, entregarse a la belleza humilde de los olivos y, al fin, entrar en Morón (a secas, sin fronteras).
Dar una vuelta a las afueras o por la Alameda, detenerse a escuchar el viento y oler el pasto húmedo, saludar mientras caminas por las calles tranquilas (¡tranquilas!) y tomarte algo en una terraza, mirando al cielo, cuando la mañana aún guarda la memoria de la alborada…
Llegar a tu barrio y quedar con tu gente, dejar que la fragancia de las chimeneas del vecindario te penetre, subir las escaleras de tu vida, sentir paz dentro del alma mientras respiras sin que el pecho te pinche…
Y, con el arribar de la noche, pasear en silencio antes de iniciar el camino de vuelta. Intuir que los fantasmas volverán, pero sonreír, pues, al menos, cuando eso suceda, tú aguardarás pertrechado con tu armadura: la estampa del atardecer en tu pueblo, de la que acabas de empaparte por tiempo infinito y que, tatuada en las venas, te recordará, justo antes de irte, aquello de: <<Nos vemos la semana que viene>>.