¿Cuándo y por qué llega ese momento en el que sientes que quieres dedicar buena parte de tu vida a escribir (dicho esto en el sentido más profundo, más sincero y menos mercantilista de la expresión)? Personalmente, lo desconozco con exactitud, pero sí sé que cuando se alberga dicho deseo, la sensación resulta vibrante.
Una sensación que, en su ‘fase inicial’, suele ver cómo hacen acto de presencia pensamientos ligados al reconocimiento e incluso a las cuestiones propias del pecunio. (Maldito ego…). En mi caso -y afortunadamente-, tales divagaciones duraron poco, de manera que pronto comencé a disfrutar de la vertiente más sana que conlleva el hecho generoso de escribir, sin pretensiones que fueran más allá. He ahí el deleite.
Divagar, transmitir, dolerte, filosofar, contar, relatar… La escritura (como la lectura) hace crecer en tu interior algo que ya siempre se mueve, algo que jamás parará quieto. No lo controlas. A veces, ni siquiera sabes cómo acabar de tallar ese sentimiento, solo tienes claro que has de darle rienda suelta, seguir expresándote de ese modo, bien compartiendo unas líneas con más gente o bien con el único objetivo de reflexionar y vaciarte a solas, conservando para ti lo que la tinta (o el teclado) sea capaz de parir.
Escribir para moldear tu pensar y tu sentir. Escribir para respirar, para conocer, para sobrevivir. Flotadores que salvan del ahogamiento. Flotadores que, además de lo creado por ti, vinieron antes en forma de libros, artículos o textos varios escritos por otras manos, salidos de la mente de otras personas.
Y es así como un día, cuando menos lo esperas, alguien te dice que aquello que has escrito le ha ayudado a… (a lo que sea: a interesarse por un tema, a aprender un dato, a meditar sobre un asunto, a pasar un buen rato, a sonreír, a emocionarse…). Entonces, consciente de que lo que haces puede llegar a convertirse en un flotador también para alguien más, un torbellino ruge en tu pecho, eso sí, ruge de forma humilde. Un rugido que es sosiego y, por qué no decirlo, un chispazo de sabiduría. Un relámpago que te hace ver que por mucho que caigas mil veces por el precipicio, siempre tendrás en el acto de leer y escribir una escalera con la que volver a subir al borde, a salvo, cual esperanza a la que arreguincharte para seguir insuflando oxígeno a los pulmones.
Llámenlo magia. O trabajo. O gozo. O esfuerzo. Qué sé yo… Es algo libre y salvaje -no menos artesanal- que nace de la más silenciosa intimidad para luego tomar rumbos diversos y espontáneos, algunos de los cuales terminan removiendo el alma de otros seres. Algo que crees único pero que, en realidad, te acerca a otras personas de igual o diferente edad, clase social, raza, nacionalidad, sensibilidad, ideología, aficiones, lengua o vivencias (entre otras circunstancias azarosas o escogidas), pues escribir, como la mayoría de las mejores actividades surgidas de la humanidad, no excluye per se, ni hace distinciones, sino que une, integra, empatiza, nos iguala: todos/as podemos hacerlo.
No sé si esto sirve para hacer del mundo un sitio mejor. Pero creo honestamente que, al menos, sí que sirve para darnos cuenta de que todos y cada uno de nosotros podemos mejorar y, a partir de ahí, ayudar a quienes nos rodean, para que estos a su vez colaboren con quienes enlazan esa rueda comunitaria que son las sociedades. Y qué mejor y más bella forma de implicarnos los unos con los otros que escribiéndonos, leyéndonos. Escuchándonos. Comprendiéndonos. Transmitiendo con valentía lo que llevamos dentro a través de un trozo de papel. Así de fácil, o de difícil. Así de hermoso.
Posdata: El tiempo dirá hasta cuándo seguiré queriendo -y pudiendo- expresar(me) mediante este acto tan sencillo y complejo a la vez, tan sensible y poderoso, tan humano. Mientras tanto, eso es lo que continúo haciendo: escribir.