Tras un ajetreado día, Carla hizo lo que tanto le gustaba al llegar a su pisito cada noche: apagó el móvil, salió al balcón asiendo una taza de infusión bien caliente, se sentó reclinada sobre la pared, se tapó con una manta gordita y trató de poner la mente en blanco. Mas esto último le resultó imposible, pues había algo que le trastocaba el coco y le removía el alma… ¿Cómo podía ser que ella, que jamás creyó en “soles que hielan y mares que secan”, en “tocar el cielo”, en sentirse “como un ruiseñor que no para de cantar”, en “volar por entre las nubes” ni demás exageraciones, estuviese sintiendo ahora algo parecido a todo aquello? <<¿Quién, en su sano juicio, no ve que esas cosas son meras cursilerías propias de majaretas? ¡Qué me está pasando!>>, le gritó a la luna, lanzando una risa mitad signo de incomprensión, mitad sarcástica…
Sucede que, en sus adentros, crecía un calor desconocido hasta entonces, un fuego nunca antes experimentado… <<¿Será esto lo que algunos llaman ‘pasión’?>>, preguntó al blanco satélite. Y se quedó como esperando la respuesta lunar, cosa que, al menos ella, no oyó en ese instante.
Sus recuerdos saltaron al triste pellizco que le producía pensar en su mejor amigo, quien desde hacía tres años residía lejos, en Australia; tres años echando de menos tomar cañas juntos, contarse secretos, hablar de política o de películas… <<Eso sé que es amor>>, se dijo. También de amor estaban empapadas las mentiras que gastaba a su madre cada noche, al terminar de trabajar, cuando por teléfono le decía que estaba feliz con lo que hacía, no fuera a percatarse su madre de que, en realidad, curraba sin parar en algo que la desmotivaba y bajo unas condiciones deplorables. De amor era la historia que su abuelo le contó mil veces acerca de que no fue hasta sus 80 primaveras cuando, al fin, agarró por primera vez la mano de su amada, tras haber pasado toda una vida enamorados pero, sin embargo, casados ambos con otras parejas. Y lo que nuestra protagonista sentía por la gata con la que vivía. Y su relación con los libros. Y el sacrificio que tanto ella como el resto de componentes de su asamblea demostraban cada fin de semana al ejercer, sin recursos ni ayudas, labores de asesoría para personas migrantes recién llegadas a la ciudad que, en vulnerable situación, padecían la falta de información necesaria para echar a rodar en el nuevo destino. Y la fuerza de voluntad de ir dos tardes a la semana al instituto del barrio, donde impartía a la chavalería clases de teatro… Carla tenía muy claro que todos esos eran ejemplos de amor, amor con mayúsculas, unos en forma de familia, otros, de amistad y otros, por vocación o compromiso. Pero, ¿qué tenía de diferente lo que ahora sentía? (La luna y sus estrellas flanqueadoras seguían sin disipar el mar de dudas que la envolvía).
Las horas pasaron. Carla se olvidó del reloj. Eran casi las siete de la mañana y allí permanecía ella, en su diminuta miranda, aterida de frío mientras, eso sí, una llama rebosante de ilusión le calentaba el pecho. Sabía que en apenas un rato aguardaría otra dura jornada de trabajo y que, al no haber dormido, el cansancio la machacaría… Pero no le importaba, porque de camino a la fábrica volvería a ver a Tania, que trabajaba en la panadería de su calle. La conoció hacía ya un mes y, por la forma en que esta la miraba cuando iba allí a comprar pan cada mañana, Carla intuía que ella sentía lo mismo. Es por ello que apenas dormía por las noches y que, desde hacía un mes, se bebía las madrugadas en su balcón, departiendo a solas con los astros.
<<No sé qué es esto que tengo dentro, pero no quiero perderlo…>>, susurró, mirando hacia el océano infinito de allá arriba. De fondo, ya amanecía. Y a Carla, que no podía -ni quería- dejar de pensar en Tania, no se le borraba la sonrisa de la cara.