Atardeceres que ya apenas ven a las vecinas hablando entre ellas, sentadas en sus sillas, en el exterior de la casapuerta, compartiendo sus cosas mientras disfrutan del fresquito propio de esas horas. Barrios que antes eran únicos, diferentes, con alma, con sus vecinos haciendo vida, sus saludos, sus comercios, sus quedadas, sus asociaciones reclamando mejoras u organizando verbenas…, y que ahora son barrios uniformes, iguales que diez más, gentrificados, con pisos ‘monísimos’ pero vacíos, con gente que los habita ‘x’ horas (días, a lo sumo) antes de irse, tras inflarse a selfies para Instagram frente al restaurante recién abierto marca de una cadena que, como hace en medio mundo, especula con la calidad del producto, con los precios a los clientes y con las condiciones de sus trabajadores como les sale a sus jefes de su viperina huevera. Y eso es lo que hay.
Campos donde antes paseaba el abuelo enseñando a la nieta qué hierba es esta y qué pajarillo es aquel otro, pero donde hoy se han unido el empresario influyente y el gobernante connivente para extender más zonas de agricultura intensiva, a ver si puede ser que, a la vez que unos se forran, ese campo se seque y muera lo antes posible… Parques donde los chiquillos que recién aprenden a caminar juegan mientras sus padres observan en las pantallas de sus teléfonos móviles algo que ha de ser muy-muy-muy importante, porque de otro modo no se entiende que no presten atención a ni uno solo de los cómicos e inolvidables momentos protagonizados por sus retoños. Pequeños llanos o explanadas donde hace no mucho la chavalería jugaba partidos interminables de fútbol, pero donde hoy se oxidan las porterías. Fútbol…, eso que ahora se juega en la Play Station pero que, hasta hace na, se practicaba en calles y plazas donde hoy proliferan, cada vez más, las placas y los carteles puestos por sabiondos ayuntamientos o requetesabiondas comunidades de vecinos ilustres que declaran que no está permitido (ya saben: que si el vecino que despotrica contra la huella delatora del balón en la pared; que si el que defenestra al adulto que no regaña por ello a su churumbel; que si el que clama por mantener el espacio libre de gritos y golazos –válgame el Señor, qué infantes más asalvajados-; que si los que ansían que la fachada de su edificio aparente y luzca presiosssa siempre…). En tan exclusivos lugares no se puede jugar ya con la pelota (solo les falta prohibir a los niños comportarse como niños), y tampoco se puede pasear al perro sin que ojos inquisitivos te vigilen, ni se puede manifestar ni protestar si los intereses denunciados son demasiado poderosos (y si no quieres exponerte a porrazo y mordaza), ni se puede cantar o bailar a según qué horas, ni se puede… ¿Qué es lo que sí se puede, joé?
El pan tostao de los hogares mañaneros no huele a casero, sino a levadura de fábrica precongelada y recalentada. El tomate no sabe a tomate, sino a plástico insípido. El comité de empresa en huelga ya no es un ejemplo, sino una molestia. El bohemio no encuentra noches de callejones a media luz ni madrugadas de bares casi desiertos donde perderse (y donde reencontrarse). El silencio y la calma no molan; la prisa y el desquicie son sinónimos de éxito y triunfo. La luna ya no hipnotiza, sino que aburre; el poema no remueve, sino que cansa; el teatro, otrora caldera, hoy tirita; y la crisálida no despierta emoción, sino aprensión. Empero, la grabación de una pelea para luego subirla a las redes sociales no genera rechazo y sí una legión de fieles (ergo: el morbo despiadado sigue incrustado en lo más profundo del tuétano de la especie humana).
Lo diferente dejó de inspirar curiosidad bien entendida, respeto y ganas por fusionar, conocer y aprender, pues son el miedo, el prejuicio y la mentira lo que vuelve a prevalecer sobre la belleza de lo diverso. En la pandilla de adolescentes no llaman la atención la conversación con los amigos, la confidencia, el canutillo experimentador o la mirada arrebolada a ese primer amor; lo que llama la atención es ver vídeos virales en silencio, ver vídeos virales en silencio, ver vídeos virales en silencio y ver más vídeos virales en silencio. Y, claro, con todo ello, el deseo por vivir y disfrutar el presente torna en obsesión materialista por el peculio y en actitud enfermiza por el “qué será de mí y de lo(s) mío(s) en el futuro”…
Por supuesto que, en términos generales, los tiempos avanzan y el progreso sigue dando pasos adelante. Pero no me digan que no chirría el hecho de que, en pleno siglo veintiuno, sean precisamente algunas de las estampas que embellecen nuestras sociedades -por dentro y por fuera- y que muestran lo mejor de nosotras/os por tejer necesarias redes comunitarias, las que, en vez de conservarlas por largo tiempo, vayamos dejando que se pierdan. Y con ellas, el roce.