Quien camine ‘únicamente’ para trasladarse de un punto a otro, quizá vea en la siguiente secuencia de pensamientos una concatenación de menudencias, sinsentidos, filosofía barata o conclusiones de fumao. Por el contrario, quienes encuentran en el arte de (saber) caminar un espacio único de meditación y (auto)descubrimiento, sabrán el porqué de lo que a continuación se expresa.
Caminar -máxime, si se hace sin un mapa que mirar, sin una ruta obligatoria o sin un teléfono móvil distractor- es observar y percatarse de lo que en otras circunstancias pasa desapercibido. Es mirar y saber ver. Es investigar, desmenuzar de manera espontánea, sana, nada prejuiciosa. Es abandonarse a sonidos, al gesto de quien se cruza contigo, a un soplo de brisa. Es la contemplación y el ensimismamiento (lo cual requiere de práctica). Es un estado de ánimo en sí mismo. Es peregrinar sin religión que nuble el sino. Es el mejor y más clarividente instante de reflexión. Es expresar por dentro lo que no siempre puede o quiere salir a voz o sobre papel. Es sentir a tu gente que está lejos más cerca que nunca. Son los círculos sin centro de la Storni, el lorquiano noviembre gris de 1919 o el You’ll never walk alone, con sus alondras, sus vientos, sus lluvias, sus esperanzas y sus sueños. Es -cuando caminas en un nuevo destino, desconocido hasta ese momento- gozar con cada detalle del lugar, con sus habitantes, sus colores y olores, sus ropas y costumbres, sus lenguas y comidas, sus músicas, sus Artes…
Caminar es fijarse en cosas no agradables e incluso dolientes: los desperfectos en los acerados; la mierda que los maleducados tiran al suelo; el estresante chulerío de quienes al volante atoran de tráfico y humo las vías; las pandillas de chavales en los bancos del parque que, absortos en sus móviles, no hablan entre ellos; el cartel de ‘Se cierra’ en un teatro o en una sala de cine; la espalda extenuada de tanto recoger fresas; Musa, otro día más, trabajando sin descanso vendiendo pañuelos en un semáforo, sufriendo la eterna espera de la regularización, sin perder la sonrisa ni la fuerza de voluntad…
Pero caminar es también, por supuesto, fijarse en lo hermoso y lo cotidiano: el bebé mamando de la sabiduría de su madre; la tez negra ébano besando la blanca nívea de quien igual corresponde; el bastón robusto del anciano; las acrobacias del skate en la pista; el vapor aromático del puchero saliendo de la casapuerta; el callejón embellecido por macetas; los barquitos marineros varados en la orilla inmortal; el manantial y su melodía; el vencejo dormitando en el aire; los grafitis en las paredes del canal que articula la ciudad; el huerto comunitario; el ambiente de cafeterías abarrotadas de charlas, tartas de zanahoria y pies jugueteando bajo las mesas; el renacer del vinilo o de la ropa de segunda mano en estanterías y mercados; el vozarrón de uno que, por unas monedas -con suerte-, canta en una esquina; el talento de otra que rapea versos una manzana más allá; el arcoíris triunfando tras cada tormenta, tras cada campaña de odio; el bigote ochentero del barman; la obra de arte en forma de tatuaje que trepa por el cuello de la panadera; la fuerza cooperativa de los colectivos; el ánimo que produce en la peña escuchar, en medio de una plaza, el mesiánico One Love del genio de Nine Mile; la avenida llena de gente defendiendo los Derechos Humanos, los servicios públicos o la libertad de poder manifestarte sin que te impongan porrazos ni mordazas… Todo eso e infinitamente más te lo da el caminar.
Partir de minúsculas entrañas, recorrer el increíble sendero del anhelo compartido, flotar nueve meses y, finalmente, nacer del parto de la madre natura es ya un primer caminar. Adoptar una vida, ya sea de un chachorro humano o de cualquier otra especie animal, es un camino rebosante de plenitud. Pasar páginas sorprendiéndote con dibujos cuando aún no sabes ni leer, es caminar. Recorrer las calles de tu barrio o las veredas de los campos del pueblo, siendo un renacuajo, asiendo la mano de un adulto familiar, es un dulce e iniciático caminar. Titubear ante la primera persona que te hace tilín es un caminar de deseo. Hacer el amor con quien contigo quiere disfrutarlo es el más lindo caminar. Leer un libro de Historia o un ensayo que te desencadene de la caverna es engancharte a caminar. Darte cuenta de que los únicos dioses en los que crees son el gorrión que te despierta al alba, la catarata imparable o el canto a guitarra que te atraviesa, es un caminar de luz. Escuchar con atención una letra es un caminar profundo (prueben con Strange fruit, cantada por Billie Holiday o versionada por Nina Simone. Les estremece, ¿verdad? He ahí caminar hacia lo intangible). Irte a un lugar distinto del que te vio nacer (porque así lo quieres o porque la vida te obliga a ello) es un caminar que te cambia la existencia. Abrazar la amistad verdadera, la inquebrantable, sea de donde sea quien te la brinda, es el éxtasis-caminar. Sumergirte en el amor de una madre es caminar hacia el porqué de este mundo, el nirvana. Cuando alguien querido se te va, caminas, con dolor, hacia una nueva dimensión. E irte de este mundo para penetrar en el otro barrio es, a buen seguro, un caminar sin retorno aquí, pero solo un paso más en el rumbo de lo que venga después (si es que algo viene…).
Caminar es algo más que pasear. Es dar con callejuelas recónditas que atrapan el tiempo o con barriadas nuevas, cada una un continente diverso, singular, especial. Es ejercitar el cuerpo, liberar la mente y alegrar el corazón. Es pensar y es el placer de no pensar. Es ‘gastar’ el tiempo para ganar calidad de vida. Es recorrer mundo. Es fusión con el silencio y, también, con los ruidos de alrededor. Es la compañía de la soledad. Es beber sorbos de felicidad. Es alegría en estado virgen. Es la paciente sanación de la melancolía o la tristeza. Es comprender el amanecer de la mañana, y mezclarte con la agitación de la tarde, y volar hacia el arrebol del cielo cuando el sol se va de juerga, y emborracharte de madrugada y de lunas. Cuando se llega a ese grado de serenidad tan potente y, a la vez, tan difícil de explicar: eso es caminar. Refrescarse en el zaguán del hogar de la sabiduría y abrir la ventana para que entre el estado supremo, o sea, la paz interior: eso es caminar.
Caminar, en definitiva, es trascender, cual si tocaras con la yema de los dedos el significado de lo zen. Por eso hay pocas cosas que puedan llegar a ser tan humanamente sublimes y elevadas en la vida como lo es el hecho de caminar. Siendo consciente del acto en sí, dejándote llevar, abriendo los ojos, pero sobre todo, abriendo el alma con cada paso -físico y espiritual- que das. Eso es caminar.