Hoy canto a las cosas sencillas. A la capacidad y la sensibilidad para emocionarse con lo hermoso de lo pequeñito, así como con el valor de lo inesperado, de lo humilde o de lo espontáneo que nos regala la vida a diario; aquello que, a poco que sepamos abrir los ojos, captaremos sin dificultad, cual síndrome de Stendhal multidimensional elevado a mil (porque, aunque parezca lo contrario: no, no todo se pudre a alrededor. ¡Ni mucho menos!).
Por eso, sin darle apenas forma, y tal y como las teclas recogen los porrazos propinados por mis torpes dedos, le canto en esta hora serena de la tarde a cuanto veo en el exterior: la vegetación mojada y su fragancia refrescante; unos árboles que, tras días rogando clemencia a Eolo, al fin descansan libres de zarandeos; un pibe de unos cinco añitos riendo a carcajadas por las cosquillas que le hace su perro juguetón; el concierto de una pandilla de pajarillos afinando voces; y un resplandor soleado que, junto con el arcoíris de enfrente, se reflejan en el cristal de mi ventana.
Le canto, igualmente, a la memoria que guarda el olivo, y al parque donde la chiquillería se debate entre castillos que escalar, columpios en los que a saltamontes imitar, y el césped en el que correr, correr y, por qué no, soñar.
Canto a los días que conmemoran lo que nos iguala, lo que nos democratiza, lo que nos hace mejorar individual y colectivamente: por ejemplo, el Día de las Bibliotecas, el cual celebramos desde esta misma medianoche. (¿Hay en el mundo lugar más mágico que una biblioteca? Igual, a lo mejor; pero, ¿más? ¡Lo dudo!).
Le canto a la buena gente que recuerda a la gente buena con honestidad, cariño y verdad, como ocurrió el pasado sábado en la sede de AMA Morón, donde se celebró una preciosa jam poética que sirvió para homenajear la obra de la escritora paisana Isabel Escobar, y que ojalá constituya la primera edición de una cita que retorne cada otoño, con sus hojas marrones, amarillas y rojas bajando del cielo al pueblo.
Canto a las personas que, sin tú esperarlo, te hacen descubrir obras y a artistas que te atraviesan (para bien) el corazón: como Shirley Campbell Barr, Victoria Santa Cruz, María Galindo…, y así, un largo, necesario y aRtivista etcétera.
Es este un canto por esas historias con las que te encuentras también a la vuelta de la esquina, o bajo el abrigo de la madrugada, y que tanta inspiración te inyectan en el alma: el leal Lukanikos, el enorme ejemplo de resistencia e insumisión encarnado por la cimarrona Aqualtune, la lucha abanderada por Berta Cáceres, los universos cantados por Ismael Serrano o Sílvia Pérez Cruz…
Le canto al verso de Gloria Fuertes, y a la voz de Silvio Rodríguez, y al Strange Fruit de Billie Holiday, y al One Love de Bob, y al Pride simbolizado por mineros galeses y jóvenes de un barrio londinense, y al desenfadado compromiso intelectual de Michael Moore, y al coraje moral de Chris Hedges, y al saxo de Charlie Parker, y a ese teatro que te atrapa entre la pasión del silencio, y a las sinsombrero, y a ese quejío rompedor de Enrique Morente…
Canto a quienes representan los imprescindibles del Bertolt Brecht o los Nadies de Eduardo Galeano, y al migrante errante, y al sindicalista acallado y al obrero explotado (aun sin este saberlo). Les canto a los secundarios clave, como Peter Norman. Le canto al pueblo palestino, y al saharaui. Canto a las mujeres sabias, mentoras, valientes y no súbditas que fueron cruelmente quemadas al grito de “brujas”. Le canto a mi sobrina jugando con mis padres, sus abuelos. Le canto a la Sierra de Morón, a una tarde de buena radio, a los libros, y a las verbenas de barrio. Le canto a mi infancia practicando cómo controlar un balón a lo Roberto Baggio, y canto a los niños que hoy practican cómo controlar un balón a lo Aitana Bonmatí. Le canto al museo andante de un cuerpo lleno de fascinantes tatuajes, y a las calles donde se escuchan todas las lenguas del orbe. Canto a los ojos del galgo, y a la vocación de la médica y del maestro. Le canto al olor del pan tostao por la mañana, y a la almazara y su cooperativa. Le canto a la sinfonía de la guardería y al callejón de espíritu carnavalesco. Le canto al arrebol en el lomo de las nubes, y al paseo frente a un paisaje sinigual del que forman parte dos inesperados -y simpáticos- compañeros de viaje.
Un canto por las amistades que tengo lejos. Jamás cantaré a las guerras, a los ejércitos o a las fronteras, pues las detesto. Le canto a esa nana transmitida de madre en madre. Y le cantaré, siempre, a la noche.
Por todas esas escenas, este canto. (A muchas más cantaría, pues vuelve la lluvia, y eso me hace feliz, como a los campos y sus tierras). Todas ellas me transmiten paz. Todas ellas me han emocionado alguna vez, me han sacado una sonrisa. De ahí este pequeño tributo: un canto a esas estampas y momentos sencillos que nos hacen sentir intensamente vivos.
Foto destacada: Juan Diego Vidal