Querer a una mujer es tener una deuda eterna. O eso creo. Una vez me enamoré (y dos, y tres…). Pero una vez me enamoré de verdad (y dos, y tres…). Aunque quizá haya perdido la cuenta, o incluso olvidado los nombres. No así los latidos, que te gritan: ¡estás vivo! Siendo el mismo corazón y tú el único rostro que lo empuja, no hay margen de error -aunque tropiece-. Porque siempre quedas tú. Tu rostro, las tardes de mayo. Los gatos maullando.
Esta no es una declaración de amor más. Es la mía. Tampoco es una carta de amor más. Es la mía. Porque siempre es una extraña suerte poder escribirte. Y eso no está al alcance de cualquiera. Ya sabes que estas esquelas son todas de color rosa y mantienen un olor dulce de adolescencia. Pero confieso que hoy, al mirarme al espejo y ver mis arrugas, me han parecido más grises que nunca, por eso he intentado guardar mi escrito con recelo. Como ves sigo en mi línea: siempre fracaso.
Escribir tu nombre y borrarlo (acabo de hacerlo), es lo justo para darte las gracias sin recibir tus regaños. Porque imagino que estás en tu derecho legítimo de ser especial sin querer serlo. De arrugar la mirada y sonreír con luz roja mientras remiendas tu pelo sobre tu oreja. Tu aroma limpio, y rebelde. Mejor una cola que un tirabuzón. Mejores nosotros, libres, cansados. El olor a cocina, a artículos por estrenar. A una nueva ocasión. A semilla de abril.
Esta no es una carta de amor más. Es la mía. Pero también la tuya. La de todos ustedes que la leen. La de gracias, y más gracias. Porque ser hombre es querer a una mujer y saber dar las gracias. “…el mundo ha de estar en deuda con cada mujer”. Esta no es una declaración de amor más. Es la mía. La de todos aquellos que un día tuvieron la suerte de mirar a los ojos ardientes de una mujer.
Una vez me enamoré. Y dos, y tres… Pero una vez me enamoré de ti. Fue la última. Es la de siempre.
Gracias…
A MDG.